El siguiente texto es el prólogo del
libro El descubrimiento de la evolución, de Eduardo Blasina,
editado en 2009 y publicado por Ediciones de la Banda Oriental. Si
bien la película RINCÓN DE DARWIN no trata sobre la visita
del naturalista inglés, esta tiene algo que ver en la historia. Por
ello nos pareció interesante compartir este texto con todos, porque
siempre es bueno aprender un poco más, y especialmente si tiene algo
que ver con la evolución. Desde ya agradecemos a Eduardo por
permitirnos compartirlo.
EL DESCUBRIMIENTO DE LA EVOLUCIÓN
(Prólogo)
Cuando Charles Darwin llegó a Uruguay
creía, como la gran mayoría de la gente de comienzos del siglo XIX,
que animales, plantas y humanos eran seres fijos e inmutables,
creados recientemente por un ser superior. No había una explicación
al respecto a las causas de nuestro parecido con los gorilas,
chimpancés y orangutanes. Tampoco la había para los fósiles que
encontraban los mineros ingleses. Recién graduado como clérigo
anglicano, tomaba la versión bíblica de la creación como una
verdad literal. Todo había sido creado en seis días.
Los filósofos que dudaban de la
explicación religiosa del mundo no tenían teorías alternativas
para el origen del ser humano y de los demás seres vivientes. Ni
esperanzas de que estas respuestas pudieran alcanzarse. Emanuel Kant
había asegurado en su Crítica del juicio, en 1790: “es
absurdo para los seres humanos esperar que algún nuevo Newton venga
un día a explicar la producción de una brizna de hierba por leyes
naturales a las que no presida designio alguno”. Pero la curiosidad
humana no sabe de absurdos. Cuando el 26 de julio de 1832 el joven
Darwin bajó en el puerto de Montevideo, observó en la Banda
Oriental hierba en abundancia y muchas cosas más que lo impulsarían
a avanzar decisivamente en la resolución de la lógica de la vida,
el “misterio de los misterios”.
Lo que vio Darwin con apenas 23 años,
durante su estadía en Uruguay y Argentina, resultaría fundamental
para descifrar el origen de nuestra existencia sobre este planeta, la
de nosotros los humanos, la de los demás animales y plantas y el
resto de los seres vivos que, gracias a él sabemos, son nuestros
parientes. Sus vivencias y convivencias en Argentina y Uruguay fueron
fundamentales para cambiar la forma en que los humanos nos vemos a
nosotros mismos, para entender quiénes somos y por qué estamos
aquí.
Desde la publicación de El origen
de las especies en 1859, la teoría evolutiva es el cimiento
sobre el que se basa la genética, la paleontología, la ecología y
las biotecnologías. Que el ser humano tomase consciencia de su
origen trajo consecuencias definitivas mucho más allá de las
ciencias biológicas. La psicología y la antropología tuvieron
también un basamento desde el cual construirse. Influyó en
pensadores clave del siglo XX, a veces con resultados desastrosos. Ha
abierto caminos de investigación en las ciencias sociales y la
filosofía, desde la psicología a la epistemología, pasando por la
sociología y la economía. En todas las ciencias humanas está en
proceso en el siglo XXI un intenso debate: ¿qué significa que algo
evolucione?
Muchos pensadores contemporáneos ven
en el razonar en términos evolutivos una forma de articular y
armonizar las ciencias naturales con otras áreas del conocimiento.
Una vez que se comprende la lógica de los procesos evolutivos, se
adquiere una visión integral de la realidad. La evolución es un
algoritmo, postula el filósofo Daniel Dennet. La biología es la
consecuencia de la replicación de un código de cuatro letras, el
genético; los idiomas de la replicación de un código de x letras;
y muchos otros sucesos culturales derivan de la replicación de otros
códigos. Las mutaciones ocurren en la biología, pero también en la
cultura, la tecnología y la música. Los virus ocurren en la
biología, pero también en la informática, de la misma forma en que
las redes suceden dentro de nuestra cabeza repleta de neuronas, pero
también en Internet. Los pensadores evolutivos contemporáneos
analizan tanto el software como la zoología, la psicología y la
antropología.
La evolución permite ver el árbol de
la vida del que formamos parte con su tronco en nuestros ancestros,
con sus ramas de vertebrados, invertebrados, vegetales, todos con su
origen común en seres unicelulares. Permite que los seres humanos
comprendamos que somos parte del ramal de los mamíferos, con sus
simios y nuestros primos, los primates. También permite comprender
que el frondoso árbol de construcciones culturales que nos
caracteriza tiene sus raíces en nuestro ser biológico.
En el 2009 se celebra en todo el mundo
el 150 aniversario desde que Charles Darwin publicó la primera
edición de El origen de las especies, en noviembre de 1859,
el libro que fundó la biología actual y que permitió resolver las
preguntas más profundas sobre la naturaleza humana. También se
recuerdan los 200 años del nacimiento de su autor, el 12 de febrero
de 1809. El descubrimiento de la evolución fue un proceso gradual en
el que las observaciones de Darwin, durante su prolongada estadía en
Uruguay y Argentina, fueron decisivas. El parecido de ñandúes,
mulitas, tatúes y carpinchos con los animales fósiles que se
encontró a ambos lados del Plata le dieron una clara idea de la
continuidad de los diseños en el tiempo y en el espacio. La veloz
propagación de los cardos, los caballos y los vacunos le mostró al
naturalista valiosísimas pistas de la expansión geométrica de
algunas poblaciones, la lucha por la existencia y la selección
natural, que lo llevarían a explicar el proceso evolutivo.
El papel fundamental de las
observaciones que Darwin realizó en el Plata es muy poco reconocido
por los historiadores sajones e incluso ignorado en Uruguay y
Argentina. Algo sorprendente dado que el propio naturalista lo
destacó enfáticamente en varias ocasiones. Tanto es así que
decidió explicarlo al comienzo de su libro clave, El origen de
las especies: “Cuando iba como naturalista a bordo del Beagle,
llamaron mucho mi atención ciertos hechos en la distribución
de los seres orgánicos que viven en Suramérica y en las relaciones
geológicas entre los habitantes actuales y los pasados de aquel
continente. Estos hechos parecían arrojar alguna luz sobre el origen
de las especies, el misterio de los misterios, como lo ha denominado
uno de nuestros más grandes filósofos. A mi regreso a la patria se
me ocurrió en 1837, que quizás podría aclararse alguna cosa sobre
este tema acumulando pacientemente toda clase de hechos posiblemente
pudieran tener alguna relación con el mismo y reflexionando sobre
ellos”.
En su autobiografía es aún más
específico: “Durante el viaje del Beagle, me había quedado
profundamente impresionado, en primer lugar, cuando descubrí en la
pampa grandes animales fósiles cubiertos con una armadura similar a
la de los actuales armadillos; en segundo lugar por la manera en que
animales estrechamente afines (se refiere a dos especies de ñandúes,
el Uruguayo y el patagónico, este último más pequeño) se
sustituían mutuamente conforme se avanza hacia el sur por el
continente”. A los armadillos (mulitas y tatúes) los había
conocido en Uruguay. La coincidencia de formas entre los animales
presentes y pasados fue la pista clave para que empezara a pensar en
términos evolutivos. Si llama la atención que tantos historiadores
pasen estos acontecimientos por alto, más sorprendente lo poco que
Uruguay y Argentina han valorizado su papel decisivo en el
descubrimiento de la evolución, papel que habitualmente se adjudica
casi exclusiva y erróneamente a las islas Galápagos.
El pasaje de Darwin por la cuenca del
Plata fue también fundamental en la construcción de su
personalidad. Al iniciar el histórico viaje en el pequeño barco,
era un cándido joven, rumbo a una vida calma en una parroquia rural.
En estas tierras se curtió como un científico práctico, con
pensamiento propio, aprendió a convivir y trabó profunda relación
con los gauchos. Se consolidó como metódico recopilador y
archivador. Especialmente agudizó su capacidad de observación y
sorteó con éxito situaciones difíciles. Estuvo dos años completos
en estos países recién independizados y muy turbulentos. En el
lugar vivió un repertorio variado de peripecias que desembocaron en
agudas observaciones sobre estas sociedades que nacían a la vida
independiente. Aquí surgieron los primeros esbozos de la teoría. La
asombrosa cantidad de animales y plantas que Darwin envió a
Cambridge desde estas tierras empezaron a cimentar el respeto
académico hacia su persona. Desde entonces, las conclusiones que
sacó de lo observado en el viaje mantienen asombrosa vigencia.
A 200 años del nacimiento de Darwin,
este libro quiere sumarse a los homenajes al gran pensador y a
quienes continúan descubriendo las implicancias del proceso
evolutivo.
Si entendemos cómo llegamos y por qué
estamos aquí, nos resultará más fácil analizar adónde queremos
ir. Somos la primera especie que entiende la evolución y eso nos da
mayores posibilidades de poder decidir nuestro destino colectivo, o
al menos de esquivar destinos no deseados. Y en ello -tal vez- en
este siglo XXI nos vaya la supervivencia como especie. Entender el
origen es imprescindible para construir un destino.